sábado, 2 de mayo de 2015

La verdadera prisión

En un antiguo reino, vivía, en un magnífico palacio, un joven príncipe. A lo largo de su corta vida, había estado siempre rodeado de lujos y atención, razón por la cual, reconociéndose afortunado, daba las gracias a Dios a diario.

Pero su suerte cambiaría al morir su padre, ya que su ambicioso tío, deseoso de tomar el poder y con el apoyo del ejército, le arrebataría fácilmente su corona, enviándolo prisionero a la torre mayor.

Dicha torre era inhóspita, fría y lúgubre. Tanto era así, que la leyenda contaba que muchos de sus prisioneros entraban, pero no salían jamás y ello no estaba lejos de la realidad. De un momento a otro, el príncipe pasó de tenerlo todo a encontrarse en las peores condiciones, adelgazó muchísimo y enfermó. A esto se le sumaba el dolor por la muerte de su padre y la traición de su tío. Así pasó mucho tiempo, sin poder resignarse a la nueva situación que estaba viviendo. Solía asomarse a través de los barrotes de la ventana por horas, recordando sus días felices y, poco a poco, su espíritu comenzó a quebrarse.

En la celda contigua, se encontraba preso un anciano, el que al parecer llevaba mucho tiempo ahí. Se decía que había sido un soldado, apresado por desertar de una célebre batalla, de la que ya nadie tenía memoria, pues había ocurrido hacía más de 50 años. Aunque en realidad nadie sabía mucho de él, pues desde que se encontraba en la torre, pocas veces se le había escuchado palabra. Más bien pasaba el día en silencio, sin moverse, con los ojos mirando el suelo. Pero en cierta ocasión, al ver al joven tan afligido, se apiadó de él y le confidenció:

-Amigo, hace mucho tiempo que me encuentro en esta torre, pero alguna vez también fui un hombre joven, que tenía grandes sueños y esperanzas y un amor en el corazón. Por eso puedo decirle con certeza que no son las paredes las que nos quitan nuestra libertad. Cuando perdemos nuestros sueños, estamos realmente presos. Por ello, alimente día a día su esperanza, y quedará libre de ese yugo.

Esta conversación inspiró al joven, quien instantáneamente recuperó la confianza y la oportunidad de escapar se presentó muy pronto, pues sus amigos habían estado organizando su rescate desde hacía tiempo. Cuando llegó el momento de la fuga, el príncipe le ofreció al anciano llevarlo consigo, pero éste se negó a dejar su celda. Ante el apuro, el joven huyó, refugiándose posteriormente en un reino vecino, dónde encontró la seguridad que necesitaba. 

Al poco tiempo, su tío usurpador murió, y el príncipe volvió a su reino en gloria y majestad, siendo reconocido por su pueblo como el heredero legítimo, ocupó el trono que había sido de su padre y fue coronado como el nuevo rey. Luego de las celebraciones de rigor, el joven recordó a su antiguo compañero de encierro, el que le había brindado su apoyo en sus momentos más duros y pidió que lo trajeran a su presencia.

Sin embargo, la orden no pudo ser cumplida, ya que como le fue comunicado unos días más tarde, el anciano había muerto. Ante esta noticia, el joven rey lloró amargamente, y recordando su actitud al momento de la fuga entendió que la condena de su compañero había sido en realidad el haber renunciado a sus sueños. Entonces comprendió realmente lo que le había querido transmitir con su plática: las peores prisiones las llevamos internamente, en nuestro corazón, esas son las cadenas que verdaderamente nos atan y lo peor de todo es que voluntariamente elegimos llevarlas, a veces simplemente por el sólo hecho de ignorar nuestra capacidad para liberarnos de ellas.

(Autor: Laura Núñez, prohibida su reproducción)